Saturday, October 09, 2010

MÁRIO VARGAS LLOSA


Terry Jones, un oscuro pastor protestante de Gainsville, Florida, cuya iglesia cuenta apenas con medio centenar de parroquianos, anuncia que se dispone a conmemorar el aniversario de los atentados de Al Qaeda del 11 de septiembre quemando ejemplares del Corán y, en pocos días, se convierte en una celebridad mundial. No creo que exista un símbolo más elocuente de la civilización del espectáculo, que es la del tiempo en que vivimos.

Lo normal, ante una provocación, estupidez o payasada como la del pastor Jones, dictada por el fanatismo, la locura o un frenético apetito de publicidad, hubiera sido el silencio, la indiferencia, o, a lo más, una mención de dos líneas en las páginas de chismografía y excentricidades de los medios. Pero, en el contexto de violencia política y fundamentalismo religioso del mundo de hoy, la noticia alcanzó pronto las primeras planas y la imagen del predicador incendiario con su cara sombría, su terno entallado y sus dedos ensortijados dio la vuelta al globo. Cientos de miles de musulmanes enfurecidos se echaron a la calle en Afganistán, la India, Indonesia, Pakistán, etcétera, amenazando con represalias contra Estados Unidos y sus aliados si ardía el libro sagrado de su religión. Cundió la alarma en las cancillerías y altas instancias políticas, militares y espirituales de Occidente. El Vaticano, el secretario de Defensa Robert Gates, la Casa Blanca y hasta el general David Petraeus, comandante en jefe de la OTAN en Afganistán, exhortaron al pastor Jones a que depusiera su designio inquisitorial. Éste cedió, por fin, y, de inmediato, volvió al anonimato del que nunca debió salir. Hubo un suspiro de alivio planetario y quedó flotando en el ambiente la sensación de que el mundo se había librado de un nuevo apocalipsis.

... No es sorprendente, por eso, que en un mundo marcado por la pasión del espectáculo, Damien Hirst, un señor que encierra un tiburón en una urna de vidrio llena de formol sea considerado un gran artista y venda todo lo que su astuta inventiva fabrica a precios fabulosos, o que las revistas de mayor difusión en el mundo entero, y los programas más populares, sean los que desnudan ante el gran público las intimidades de la gente famosa, que no es, claro está, la que destaca por sus proezas científicas o sociales, sino la que por sus escándalos, excesos o extravagancias callejeras, consigue aquellos quince minutos de popularidad que Andy Warhol -otro de los iconos de la civilización del espectáculo- predijo para todos los habitantes de la sociedad de nuestro tiempo.
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